miércoles, 21 de octubre de 2020

Calabozo: Semillas de la Memoria Autor: Rafael Bello.

 


                                                                                                                                                            A 

                                                                                                                       Víctor Manuel Osorio

                                                                                                                                                             Y

                                                                                                                            Freddy Núñez Díaz

                                                                                                                                     In memoriam.


Nací en Calabozo.  Y  he  vivido buena parte de mi vida aquí. Me  he ido   pero  he  regresado después de vencer las múltiples tentaciones para  no volver.  Incluso en estos tiempos de desazón nacional donde la diáspora parece ser el  horizonte  anhelado para muchos calaboceños, tampoco me ha seducido irme.  Por eso creo  que solo sirvo para vivir aquí. Pero, tú no importa donde naciste, tampoco cuánto  tiempo  lleves aquí,  eres calaboceño desde la primera vez que dices  aquello era  la  heladería Topsi o que allí, en aquella vieja casona funcionó una vez  el Liceo Humboldt.  Que antes de que construyeran ese centro comercial jugabas futbol en la cancha que  ocupaba ese terreno. Eres calaboceño cuando  lo que estaba antes  es más real y está más vivo en tus recuerdos que lo que hay ahora. 

Empiezas a construirte tu ciudad privada desde la primera vez que la ves.  Quizá entraste  por la represa, te estremeció el sorprendente espejo de agua,  con la relumbrante agua del río Guárico represada y donde parece  que naufragó  la vieja  y  bucólica ciudad colonial,   tan  taciturna  como pastoral.  O llegaste  atravesando  los arrozales  por  los  bancos  de  San Pedro,   O tal vez,   lo hiciste  por  el perro  después de  cruzar  el Orituco  y  dígame  si  fue por  Flores,  qué alegre debió haber sido aquello, con burdel incluido. Pudiste  haber arribado en un vuelo comercial  cuando  Calabozo contaba con ese servicio, vuelos que  hoy forman parte de su negro registro de cosas perdidas,  porque   estos  parecen ya tan remotos,  por  no decir imposible  de  volver a contar  con ellos.  Quizá salía del aeropuerto cuando el resplandor de un sol templado que se elevaba en el horizonte  te deslumbró,  advirtiéndote  sin intimidación alguna que, la sustancia  visual  de  los tiempos  ha marcado con firmeza  que la toponimia no es  lo relevante en una ciudad, solo  la gente y  la luz  importan.  Fíjate, como son las cosas  con respecto a los nombres de las ciudades y los pueblos, el de la nuestra,  tan enigmático y controversial parece no encajar para nada con la vida real.  En una celda la luz es exigua,  pero, en este  Calabozo nuestro y amado,  la luz es profusa, exuberante, fértil.  Mañanas  y  tardes  de  luz  diáfana  y  tersa   que  pasa  a través de  las paredes  sin ventanas  hacia  un interior  habitado de  calaboceños somnolientos,  cuyo sofoco no ha doblegado su orgullo.   

 Quizá viniste porque quisiste ser parte del desarrollo del sistema de riesgo y su parcelamiento o visitar a un viejo amigo que también se había mudado años   atrás  y,  quien sabe,  si  al estar aquí se creó en ti cierta confusión con la ciudad que  te  habían  descrito.  O tal vez,  puede que tus padres te trajeron aquí de vacaciones siendo niño y  te llevaron  calle arriba y calle  abajo, y  te percataste  del  silencio de sus calles,  porque  muchas de aquellas  eran ―y siguen siendo―  calles solas,  sin gentes. Congela la imagen: ese instante es la primera piedra de tu ciudad.

Desde mi niñez  comencé a construirme  mi Calabozo  de  la mano de mi abuelo  Renato  y  de  Germán  mi hermano mayor,  aquello  fue a mediados de los años sesenta,  rodando en una Jeep Willy  de los años cincuenta.  Me impresionó  descubrir  que  mucha más gente, aparte de  las que ya habitaban dentro de los límites de la ciudad,  también vivían en Calabozo.  Aquella  gente que vivía en la periferia  la  encontraba  a diario en mi calle,  hablaba  y  jugaba con muchos de  ellos.  Los libros de historias, los  cronistas de la ciudad y los documentales de los programas radiales están siempre tratando de suministrarte  todo tipo de datos acerca de Calabozo.  Interesante, valioso y titánico trabajo  digno  de  aplausos.  Pero, todo lo que leas o te cuenten de Calabozo, si no lo presenciaste,  pierde importancia y no forma parte de tu Calabozo  y  lo mismo  daría  que  fuera  la  Misión de  los  Ángeles, salvo que por allá vivía Guardajumo con su presunto e impertinente  expediente de maldad:  hay  y siempre habrá  cuentos que  llenan el espacio que requieren las leyendas para ser la historia.  

 Calabozo desde mediado de la década de los años cincuenta del siglo pasado no ha parado de crecer tanto demográfica como territorialmente que,  los viejos límites hoy son las zonas más neurálgicas de la ciudad.  Existen  más de cien ciudades demacradas en esta ciudad demacrada: compiten  entre  sí.   La ciudad  de  Calabozo  en  que  tú vives no es mi ciudad  de  Calabozo; imposible.  Esta es una ciudad  que se multiplica. Nos  trasladamos de un lado para otro. A lo largo de una vida tantos  traslados  suman  incontables barrios.  Barrios  cosidos con fuego  del  sacrificio y  el  tesón.  Hermanados unos con otros y todos a su vez con la ciudad. Al final suman bastante. Sin percatarte  tienes tu propio perfil de Calabozo.  

Nuestras calles son almanaques que registran quiénes fuimos y quiénes seremos a futuro.  Nos vemos en esta ciudad todos los días mientras paseamos por  sus  aceras o cuando rodamos por calles en auto, en motos o en bicicletas  y descubrimos nuestros reflejos en los escaparates de los negocios o en los vidrios de las puertas de alguna institución bancaria. Nos buscamos en esa ciudad   cada vez  que rememoramos lo que había hace veinte, quince o sesenta años,  porque todos los lugares de nuestro pasado son la prueba de que estábamos aquí, son semillas de nuestra memoria.  Pero regresas  a  tus viejos lugares preferidos y tragas  grueso  al  descubrir  que  el cine Tropical  con  sus  célebres matinés donde el canje de comics y barajitas  era  más  atractivo  que  la  película  mexicana,  ahora  es  una iglesia cristiana. Que  la Taberna  Anduriña   ahora  es  un Cyber.  Que la Ford  ahora es una agencia de Banesco. Que  La Criolla  duele más por  lo que fue ese gran supermercado que por sus puertas abiertas.  Que  el cafetín de  los hermanos  Morillo  también cerró sus puertas.  Que  la carrera 12 dejó ser ya la calle feria para ser una calle aburrida, monótona, abarrotada  de comercios de víveres donde  ni siquiera sobrevivieron  las tiendas de bisuterías,  porque ya no es la 12, ahora es la calle de los árabes, donde incluso, la música beduina para malestar de los transeúntes comienza a desplazar al joropo y regatón.  Ojala nunca termine siendo como aquella famosa calle de los Turcos de aquel pueblo colombiano que narra Gabriel García Márquez en La Mala Hora, calle donde la autoridad pública perdió la vergüenza y honra. 

Recorro la calle 5, mi calle.  Pero ya no es la calle de mi infancia ni la de mi juventud,  poco queda  de ella y cada día que transcurre siento que desaparece  más su fisonomía,  se esfuma en medio de nuevas edificaciones y solares cercados  donde  antes  había casas.  Ya no hay bodegas, ni sastrerías, ni cine, ni carnicerías,  ni talleres mecánicos,  ni sedes de partidos políticos, ni farmacias, ni barberías, ni hoteles,  ni  zapaterías, ni jugueterías ni muchas de sus viejas casas que  formaban parte de la línea del horizonte que suponía  eterna. 

Uno cree conocer bien estas calles, sin embargo, creo que Calabozo te conoce mejor porque te ha visto cuando estás a solas. Te vio armándote de valor para enfrentarte a una entrevista de trabajo o una  declaración de amor, también  te  vio  de  vuelta a casa tras la cita de ese día o de esa noche. Te vio caminar ebrio de licor o de ilusión tropezando con obstáculos inexistentes en la acera. Te vio estremecerte cuando te acertó la gota fría que cayó del aíre acondicionado  del  piso  de  arriba, o la porción de excremento que cayó sobre tu cabeza o tu ropa de algún ave mientras disfrutaba del  placer de la sombra de un árbol público. La ciudad ha visto todo esto. Y además, nunca lo olvida. Quizá nos convertimos en calaboceños el día que comprendemos que Calabozo seguirá adelante sin nosotros.  













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