A
Víctor Manuel Osorio
Y
Freddy Núñez Díaz
In memoriam.
Nací en Calabozo. Y he vivido buena parte de mi vida aquí. Me he ido pero he regresado después de vencer las múltiples tentaciones para no volver. Incluso en estos tiempos de desazón nacional donde la diáspora parece ser el horizonte anhelado para muchos calaboceños, tampoco me ha seducido irme. Por eso creo que solo sirvo para vivir aquí. Pero, tú no importa donde naciste, tampoco cuánto tiempo lleves aquí, eres calaboceño desde la primera vez que dices aquello era la heladería Topsi o que allí, en aquella vieja casona funcionó una vez el Liceo Humboldt. Que antes de que construyeran ese centro comercial jugabas futbol en la cancha que ocupaba ese terreno. Eres calaboceño cuando lo que estaba antes es más real y está más vivo en tus recuerdos que lo que hay ahora.
Empiezas a construirte tu ciudad privada desde la primera vez que la ves. Quizá entraste por la represa, te estremeció el sorprendente espejo de agua, con la relumbrante agua del río Guárico represada y donde parece que naufragó la vieja y bucólica ciudad colonial, tan taciturna como pastoral. O llegaste atravesando los arrozales por los bancos de San Pedro, O tal vez, lo hiciste por el perro después de cruzar el Orituco y dígame si fue por Flores, qué alegre debió haber sido aquello, con burdel incluido. Pudiste haber arribado en un vuelo comercial cuando Calabozo contaba con ese servicio, vuelos que hoy forman parte de su negro registro de cosas perdidas, porque estos parecen ya tan remotos, por no decir imposible de volver a contar con ellos. Quizá salía del aeropuerto cuando el resplandor de un sol templado que se elevaba en el horizonte te deslumbró, advirtiéndote sin intimidación alguna que, la sustancia visual de los tiempos ha marcado con firmeza que la toponimia no es lo relevante en una ciudad, solo la gente y la luz importan. Fíjate, como son las cosas con respecto a los nombres de las ciudades y los pueblos, el de la nuestra, tan enigmático y controversial parece no encajar para nada con la vida real. En una celda la luz es exigua, pero, en este Calabozo nuestro y amado, la luz es profusa, exuberante, fértil. Mañanas y tardes de luz diáfana y tersa que pasa a través de las paredes sin ventanas hacia un interior habitado de calaboceños somnolientos, cuyo sofoco no ha doblegado su orgullo.
Quizá viniste porque quisiste ser parte del desarrollo del sistema de riesgo y su parcelamiento o visitar a un viejo amigo que también se había mudado años atrás y, quien sabe, si al estar aquí se creó en ti cierta confusión con la ciudad que te habían descrito. O tal vez, puede que tus padres te trajeron aquí de vacaciones siendo niño y te llevaron calle arriba y calle abajo, y te percataste del silencio de sus calles, porque muchas de aquellas eran ―y siguen siendo― calles solas, sin gentes. Congela la imagen: ese instante es la primera piedra de tu ciudad.
Desde mi niñez comencé a construirme mi Calabozo de la mano de mi abuelo Renato y de Germán mi hermano mayor, aquello fue a mediados de los años sesenta, rodando en una Jeep Willy de los años cincuenta. Me impresionó descubrir que mucha más gente, aparte de las que ya habitaban dentro de los límites de la ciudad, también vivían en Calabozo. Aquella gente que vivía en la periferia la encontraba a diario en mi calle, hablaba y jugaba con muchos de ellos. Los libros de historias, los cronistas de la ciudad y los documentales de los programas radiales están siempre tratando de suministrarte todo tipo de datos acerca de Calabozo. Interesante, valioso y titánico trabajo digno de aplausos. Pero, todo lo que leas o te cuenten de Calabozo, si no lo presenciaste, pierde importancia y no forma parte de tu Calabozo y lo mismo daría que fuera la Misión de los Ángeles, salvo que por allá vivía Guardajumo con su presunto e impertinente expediente de maldad: hay y siempre habrá cuentos que llenan el espacio que requieren las leyendas para ser la historia.
Calabozo desde mediado de la década de los años cincuenta del siglo pasado no ha parado de crecer tanto demográfica como territorialmente que, los viejos límites hoy son las zonas más neurálgicas de la ciudad. Existen más de cien ciudades demacradas en esta ciudad demacrada: compiten entre sí. La ciudad de Calabozo en que tú vives no es mi ciudad de Calabozo; imposible. Esta es una ciudad que se multiplica. Nos trasladamos de un lado para otro. A lo largo de una vida tantos traslados suman incontables barrios. Barrios cosidos con fuego del sacrificio y el tesón. Hermanados unos con otros y todos a su vez con la ciudad. Al final suman bastante. Sin percatarte tienes tu propio perfil de Calabozo.
Nuestras calles son almanaques que registran quiénes fuimos y quiénes seremos a futuro. Nos vemos en esta ciudad todos los días mientras paseamos por sus aceras o cuando rodamos por calles en auto, en motos o en bicicletas y descubrimos nuestros reflejos en los escaparates de los negocios o en los vidrios de las puertas de alguna institución bancaria. Nos buscamos en esa ciudad cada vez que rememoramos lo que había hace veinte, quince o sesenta años, porque todos los lugares de nuestro pasado son la prueba de que estábamos aquí, son semillas de nuestra memoria. Pero regresas a tus viejos lugares preferidos y tragas grueso al descubrir que el cine Tropical con sus célebres matinés donde el canje de comics y barajitas era más atractivo que la película mexicana, ahora es una iglesia cristiana. Que la Taberna Anduriña ahora es un Cyber. Que la Ford ahora es una agencia de Banesco. Que La Criolla duele más por lo que fue ese gran supermercado que por sus puertas abiertas. Que el cafetín de los hermanos Morillo también cerró sus puertas. Que la carrera 12 dejó ser ya la calle feria para ser una calle aburrida, monótona, abarrotada de comercios de víveres donde ni siquiera sobrevivieron las tiendas de bisuterías, porque ya no es la 12, ahora es la calle de los árabes, donde incluso, la música beduina para malestar de los transeúntes comienza a desplazar al joropo y regatón. Ojala nunca termine siendo como aquella famosa calle de los Turcos de aquel pueblo colombiano que narra Gabriel García Márquez en La Mala Hora, calle donde la autoridad pública perdió la vergüenza y honra.
Recorro la calle 5, mi calle. Pero ya no es la calle de mi infancia ni la de mi juventud, poco queda de ella y cada día que transcurre siento que desaparece más su fisonomía, se esfuma en medio de nuevas edificaciones y solares cercados donde antes había casas. Ya no hay bodegas, ni sastrerías, ni cine, ni carnicerías, ni talleres mecánicos, ni sedes de partidos políticos, ni farmacias, ni barberías, ni hoteles, ni zapaterías, ni jugueterías ni muchas de sus viejas casas que formaban parte de la línea del horizonte que suponía eterna.
Uno cree conocer bien estas calles, sin embargo, creo que Calabozo te conoce mejor porque te ha visto cuando estás a solas. Te vio armándote de valor para enfrentarte a una entrevista de trabajo o una declaración de amor, también te vio de vuelta a casa tras la cita de ese día o de esa noche. Te vio caminar ebrio de licor o de ilusión tropezando con obstáculos inexistentes en la acera. Te vio estremecerte cuando te acertó la gota fría que cayó del aíre acondicionado del piso de arriba, o la porción de excremento que cayó sobre tu cabeza o tu ropa de algún ave mientras disfrutaba del placer de la sombra de un árbol público. La ciudad ha visto todo esto. Y además, nunca lo olvida. Quizá nos convertimos en calaboceños el día que comprendemos que Calabozo seguirá adelante sin nosotros.
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