NO DEJES QUE TUS MUERTOS
SE VUELVAN A MORIR CONTIGO
Germán
Fleitas Núñez
La
niña le daba la vuelta completa a la manzana porque eran otros tiempos y no
había peligro. Todos los niños eran de la calle porque la calle era de todos
los niños. Salía a la puerta de la casa y sin bajarse de la acera caminaba
hacia la esquina, cruzaba a la derecha, recorría toda la cuadra hasta el final;
volvía a doblar, otra vez toda la cuadra, después la otra y por último,
derecho, sin bajarse de la acera, hasta llegar a la puerta de su casa. Por el
camino iba viendo todo, los portones, los zaguanes, los retratos de los santos
patronos, las ventanas y las gentes que entraban y salían. Tenía apenas seis
años pero grababa todo, como si lo fuera a necesitar más adelante. Un día se
fijó en que un anteportón estaba abierto y al fondo se veía, no un jardín sino
un bosque con árboles enormes de mangos, mamones, granadas, guayabitas,
helechos, cayenas y todo tipo de flores de aire y de tierra. Metió la cabeza y
vio jaulas de pájaros, porrones, una fuente cantarina, un corredor larguísimo
de ladrillos con pilares blancos, muebles, retratos y al fondo, en un ambiente
perfumado con olor a azahares, jazmines y alelíes, sentada en un mecedor de
mimbre, una viejecita de cabellos blancos, le hacía señas para que pasara. “Yo
me llamo Ana Teresa; y tú ¿cómo te llamas?” Yo
me llamo Blanquita, pero como estoy vieja me dicen Mamá Blanca. Puedes entrar
sin miedo cada vez que tú quieras, siempre tengo suspiros o dulcitos y estoy
sola. Comenzó una amistad que se manifestaba diariamente con visitas,
golosinas, finezas, caratos y largas conversaciones. Mucho tiempo después,
cuando ya eran amigas, la anciana le hizo un regalo maravilloso. Un rollo de
papeles de estraza, cuyas páginas amarillentas, escritas en tinta, con letra
pequeña de caligrafía inglesa, estaban atadas con una cinta amarilla desvaída,
y le dijo la frase que he copiado para ponerle nombre a esta crónica. Estos son
mis recuerdos. Te los regalo porque cuando me muera los van a botar diciendo:
Estas son chocheras de Mama Blanca. Pero no los leas hora porque estás muy
pequeña. Léelo cuando estés grande y al terminar los quemas. Son solamente para
ti. Y pronunció entonces la frase que más ha inspirado a quienes sin ser
historiadores, hemos sentido la necesidad de perpetuar en blanco y negro, la
vida de seres que se fueron pero que aún viven en nuestros pensamientos: “Me dolía tanto que mis
muertos se volvieran a morir conmigo, que se me ocurrió la idea de encerrarlos
aquí, este es el retrato de mi memoria, lo dejo entre tus manos”.
Pasado el tiempo llegó la despedida; Blanquita se fue al cielo, Teresa creció,
se hizo mujer y un día, reinició el diálogo con su amiga que aunque lejana,
estaba entre sus manos, en el legajo de papeles. En ellos están los personajes
que vivían en el recuerdo de Mamá Blanca, rescatados para la posteridad, tal
como están en nuestros recuerdos los seres queridos que nos reclaman que no los
dejemos extinguirse. El reencuentro pudo haber ocurrido entre nosotros, porque
Teresita venía a Sabaneta en Aragua Arriba, a visitar a su padrino don Fernando
Sosa, dueño de la hacienda y padre de Isabelita quién sería Primera Dama de la
República por estar casada con el general Ignacio Andrade. Pero Teresa no
cumplió la promesa de quemar las memorias sino que las publicó y nos regaló las
páginas más hermosas que ha conocido la literatura venezolana. El apellido de
Teresa era Parra Sanojo, de ascendientes calaboceños, bisnieta del general
Carlos Soublette, segundo presidente de la Venezuela Paecista y héroe de las
dos primeras batallas de La Victoria.
Fue la tercera de nuestras grandes Teresas; las dos primeras fueron
Teresa Toro y Teresita Carreño García de Sena. Murió en 1936 a sus 46 años, que
le fueron suficientes para dejar una obra sólida y alcanzar la gloria de haber sido
nuestra más grande escritora, de la misma talla de Rómulo Gallegos.
Pero lo que deseamos destacar
ahora, no es la obra clásica ni la
novelesca vida de Teresa, sino la frase de Mamá Blanca que nos invita a
inmortalizar a quienes ya se fueron pero sobreviven transitoriamente en ese
refugio temporal que es la memoria. ¿Cuantos seres queridos que pueblan
nuestros recuerdos, se irán definitivamente y para siempre con nosotros? Esos que afloran de repente en las
conversaciones, cuando pensamos en ellos o cuando abrimos un álbum de retratos.
Familiares o conocidos, o desconocidos, o simplemente imaginados, pero que
están allí esperando el adiós definitivo. Ahora nosotros somos los dueños de
sus vidas y decidimos si continúan viviendo o si los aventamos al olvido
eterno.
Nuestros
mayores nos hablaban de los suyos, lo poco que sabían, porque antes no se
hablaba de eso, a veces por ignorancia y a veces por vergüenza. Pero todos
atesoramos personajes, hechos o lugares que merecen seguir viviendo. Todos
recordamos que en las animadas tertulias de nuestros viejos siempre salían a
relucir otros viejos que eran los suyos, a quienes no llegamos a conocer pero
ellos sí. Si hubieron decidido retratar
sus memorias, sus muertos hubieran llegado hasta nosotros. Pasa igual con las
fotos: en La Victoria he visto muchas fotografías cuyos dueños no conocen la
identidad de los retratados, porque quienes los conocían ya se murieron y nadie
tuvo el cuidado de anotar por detrás, sus identidades.
Llegados
a este punto del camino, son de rigor dos invitaciones. A quienes tengan fotos
viejas, que las identifiquen escribiendo los nombres de los personajes o
lugares y que instruyan a sus descendientes para que los puedan identificar. En
caso de querer desprenderse de ellas, donarlas al Municipio o a personas
interesadas en el rescate y conservación de nuestra memoria histórica. Y a
quienes tengan recuerdos, que los escriban o como decía Mamá Blanca: que los
encierren en los retratos de sus memorias.
La
historia necesaria no es solamente la de las naciones ni la de los grandes
personajes, ni la de las hazañas. También lo es la llamada pequeña historia
-nombre que rechazamos porque no hay historia pequeña- la que nos descubre
personajes, sitios, costumbres, hechos, acontecimientos aparentemente
insignificantes. Los guestaltistas dicen que en cada una de las partes del
todo, está el todo. Que así como en la
gota de sangre que el doctor coloca en el microscopio, está reflejada la
totalidad del torrente sanguíneo, en la historia de un acontecimiento local o
regional, puede estar reflejada la totalidad de un acontecimiento nacional o
universal. Los teóricos de la historia oral dicen que tan importante como el
testimonio del ministro, es el del portero del ministro o el del chofer del
ministro. En cualquiera de ellos puede estar la clave que nos diga con certeza,
lo que ocurrió.
En
la microbiografía del abuelo, de la maestra, del familiar modesto y discreto;
en la microhistoria de la casa de la esquina, del festejo del vecindario, del
torneo deportivo; en la autobiografía o en la conversación de la plaza, está
escondida la verdadera historia del pueblo, mejor que en la reseña de una
batalla o de una gesta heroica. Todos tenemos algo que contar, de alguien, de
algo, de alguna parte o de nosotros mismos. Y tenemos que hacerlo, porque de lo
contrario estaremos condenando al olvido a parte de la historia que es como
decir, a parte de la vida.
Nos
diría Mamá Blanca: “Si no lo hacemos,
estaremos condenando a nuestros muertos a volverse a morir con nosotros”.
“No dejes que tus
muertos se vuelvan a morir contigo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario