40 AÑOS DEL ATENEO DE CALABOZO
CRÓNICA DE UN PAISAJE HUMANO
**Alberto Hernández**
1.-
A 40 años de
distancia no es fácil –para quien porfía- desertar de la memoria, aunque ésta
muchas veces se convierte en rastrojo o en simple peladero donde lamen el fuego
y la lluvia. A cuatro décadas del nacimiento del Ateneo de Calabozo, luego de
la Declaración de Guardatinajas, donde estuvieron presentes Efraín Hurtado,
Salvador Garmendia, Rubén Páez, José Antonio Silva, entre otros que los
lectores sabrán incorporar a este texto, la ciudad es un espejismo. Un
soliloquio en el que los fantasmas suelen participar con quienes, de alguna o
de todas las maneras, han desatado los demonios del abandono, del miedo y la
falta de futuro vistos en calles, en el rostro de los ciudadanos, en el mismo
paisaje, en la piel de las casas, en los pasos de los descalzos, en la mirada
de la horas muertas.
Entonces la
Villa de Todos los Santos de Calabozo era una suerte de casa de llegada, de
hospicio, en la que todos los pensamientos, todos los colores y climas humanos
proponían la belleza como única alternativa para mantener viva la alegría y las
ganas de hacer. Claro que hubo tropiezos, inquinas, maltratos, malas palabras,
traiciones e indelicadas proezas para
que la casa del poeta no fuera cedida a la ciudadanía como herencia contenida
en los versos de Pancho Lazo.
A pesar de todo
eso, el ateneo se levantó con sus hombres y mujeres. Pese a todo eso, el Ateneo
de Calabozo vertió su botija de riquezas para que la gente de a pie, los que
andan y desandan las calles de la ciudad, pudiera verse en las palabras de sus
poetas, en la pintura de sus artistas plásticos, en las fotografías de sus
fotógrafos, en el desplazamiento y diálogos de su teatro, en la danza de sus
ejecutantes, en la polifonía de sus coros, en el visible resaltar de sus hijos
que viven o vivían fuera de sus fronteras.
A 40 años de
distancia el país es otro. La ciudad también: su gente sigue con el mismo
trajín, pero con la mirada puesta en la posibilidad de que todo cambie para
bien. De que todo sea un nuevo amanecer.
A 40 años de
distancia, la casa de Francisco Lazo Martí sigue en el mismo sitio, a la espera de que toda la
ciudadanía meta sus manos y amores para volver a ser el lugar donde se
respiraba la belleza, donde los libros allí guardados sean tomados con la
felicidad de todos los sentidos.
La historia es
larga. El tiempo se congela en la memoria. Nada se apaga.
Y ahora a esa
distancia, en este XVI Encuentro de Cronistas e Historiadores, vuelve a ser voz
en la voz de quienes se la dan para que hable, para que diga lo que ha hecho,
lo que podría haber hecho y lo que no pudo hacer y se podría hacer en el futuro
si el mundo deja de girar de la manera que lo ha hecho en estos últimos 22 años
de lamentos, separaciones, exilio, agonía y muertes.
2.-
La ciudad se
pasea en los rostros de sus hombres y mujeres. En los espacios abiertos, en las
hermosas casas silenciosas, en la humildad de sus oraciones elevadas al cielo.
En el todo que se convierte algunas veces en el abismo que llevamos en el alma.
Pero la insistencia es la misma: el espíritu de los creadores del Ateneo de
Calabozo continúa vivo, sus nombres han quedado calcados en todos los ámbitos
de la santidad de esta ciudad que porfía, que, como afirma Lucas Guillermo Castillo
Lara como título, “El derecho de existir bajo el sol”, se confirma sintaxis de
estos 40 años que han sido parte sustantiva y sustancial de Calabozo.
La mitad de esta
vida ha sido cercenada. A más de 20 años unos que llegaron escandalosamente
cerraron las posibilidades de que siguiera la alegría, los cantos, la poesía,
la vida plena. Pero quedan la insistencia, las ganas de seguir pese a todo,
como hemos ya dicho.
El paisaje que
vemos, el humano, es el más decidor. Desde la soledad, desde el silencio se
macera el tiempo que habrá de venir. Y allí seguirá estando el ateneo en el eco
de quienes están y de los que ya no están.
El paisaje, el
retrato que nos avista desde la quietud, representa el empuje de lo que habrá
de venir: la apertura total de la casa donde habitan en este instante el
silencio y el despojo, toda vez que los recursos fueron quebrantados.
Calabozo ambula
como toda Venezuela por calles y avenidas, por callejones a veces sin salida,
otras con la fuerza puesta en el empuje que habrá de abrir todos los caminos.
3.-
Ese paisaje, ese
paisanaje, ese país local y regional, esa represa, ese llano inmenso, esos
arrozales, esas iglesias, calles y casas coloniales, esos rostros, habitan en
el deseo de los personajes que una vez asomara Efraín Hurtado en su poesía, en
la que la Villa de Todos los Santos es la ofrenda:
“CALABOZO
En un barracón
de sabana los capuchinos instalaron la misión de arriba de Nuestra Señora de
los Ángeles, porque abriendo pica por medio de esos bruscales se viajaba hacia
el centro y un poco más al sur fundaron la misión de debajo de La Santísima
Trinidad. Entre las dos misiones armaron un tinglado donde encerraban a los
indios cimarrones que intentaban fugarse. Las casas se fueron alargando en
torno a ese lugar hasta que lo nombraron Calabozo. En loos cruces la gente
comenzó a hablar del punto próspero por la pesa de ganado que allí se
realizaba, que era como decir que la primera cárcel había aumentado el número
de celdas”.
Ese pasado
contado por el poeta descubre el deseo de que Calabozo no sea esa cárcel, esa
celda, y que sea su gente, la geometría humana, la anatomía de su cielo, el
paisaje humano más cerca de lo humano, la que forje con su talento y
laboriosidad el ciudad que se aspira a celebrar, la que hoy es un dolor en el
costado.
El mismo poeta
Efraín Hurtado los nombra en el pasado reciente, el que él vivió y sacó del
anonimato. Son nombres borrosos, perdidos en la memoria de quienes respiran los
actuales aires de esta tierra.
Así: Oronoz, Barbarita Rivero, el negro Pérez,
Trifón Oliveros, Rosendo Salazar, el padre Cayetano, Macario Lezama, Melecio,
monseñor Lazo, Edivigis Oviedo, Tobías, Marcelo Acosta, Melecio Farfán, Eudogia
Santos, Felícitas Campos, monseñor Sendrea, Baldomero Navas, Nicasio Ledezma,
Rosenda Pérez, José María, Piquijuye, Idelfondo Veitia, Buenaventura Ríos,
Serviliana, misia Silveira Esteves, Nicolás Guardajumo y todos los demás que
quepan en la memoria.
Esos personajes
atajados en poemas y relatos que Efraín dejó en sus libros son los que ahora
andan y desandan las calles de estos días de agobios. Pero también los que
andan en los pasos, por ejemplo, de mi abuelo de Guardatinajas Andrés Etanislao
Delgado Jiménez, vestido de liquilique y alpargatas por estas calles soleadas;
en los de mi padrino Rubén López Rojas, en los de la maestra Isabel Acosta de
Ramos, en los de Freddy Núñez, en los de Antonio Estévez Aponte y Raúl Delgado
Estévez, en los de Álvaro Hernández, en los de Gisela Egui, en los de José
Antonio Silva Agudelo, En los de Sara Sanz de Cevallos, de Vilma Ponte de Hernández, en los de Ofelia
Delón de Llamozas. Y así en los tantos más que mi mirada no alcanza.
Todos fueron y
son la frecuencia del Ateneo de Calabozo, como protagonistas o como
espectadores, luego de 40 años de caminos.
Y así, en una
calle, la figura del poeta calaboceño Etanislao Delgado, mi primo, el bello
caballero de la palabra que el llano consumió luego de su vida universitaria en
Mérida. El poeta que hoy celebramos, el poeta que tuvo como padre a Segundo
Delgado, a quien vi en sus últimas horas un día en compañía de mi tía Carmen
Delgado de Acosta.
Me perdonan mi
presencia familiar en esta crónica, pero como calaboceño nombro a mis
calaboceños de sangre y huesos. La savia de mi herencia.
Ellos y muchos
más forman parte de este mapa, de esa humanidad generosa que ha hecho de
Calabozo un sembradío de amores, inteligencias y fraternidades.
4.-
Esta crónica
imagina y me imagina. Veo a muchos de esos personajes, los que Efraín forjó en
sus textos y los que hemos vivido desde hace cuarenta o más años caminar por
las calles de la ciudad. Fajarse bajo el sol frente a la Catedral, recostados
de las rejas antiguas de la plaza Bolívar. Mirar hacia la Carrera 12 y voltear
hacia la Calle 4, en esquina, donde hay para ese tiempo una refresquería,
heladería y venta de emparedados. Allí se reunía la muchachada. Allí
envejecieron y se vieron sorprendidos por la desaparición del negocio.
Habría que
preguntarse por dónde andan esos espíritus, por dónde se vacilan la eternidad.
Entonces Calabozo es el reservorio de tantos recuerdos, de siglos de andanzas,
de años largos para la construcción de edificios, casonas e iglesias. Y
pasarían otros siglos más para el nacimiento de Francisco Lazo Martí, quien ha
sido el legado de esas épocas perdidas, añoradas o sufridas.
Quiero dejar
estas palabras de Lucas Guillermo Castillo Lara en estas líneas:
“El 13 de abril
de 1723 se celebraba el primer bautismo en la Misión de Nuestra Señora de los
Ángeles y al día siguiente, 14 del mismo mes, se hacía lo propio en la
Santísima Trinidad” (p.41).
Con esa
ceremonia religiosa se apuntala la creencia de que Calabozo sería una fuente de
santidad, razón por la cual su vocativo alerta contra la oscuridad, contra la
niebla que pueda ocultar el paisaje humano de esta comarca donde hombres y
mujeres han fundado hace 40 años un espacio para la amistad, la belleza, la
creación y la esperanza.
La casa que
recoge estas aspiraciones sigue allí. Es la misma calle por donde el poeta
Efraín Hurtado y el también poeta recién fallecido Etanislao Delgado adivinaban
las horas y recorrían las tardes en medio de las nebulosas que el llano
propicia.
Con esta muy
personal escritura celebro este encuentro para también celebrar y conmemorar la
presencia de quienes nos han dado tanto.
Maracay, 27 de
septiembre de 2022.
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