miércoles, 5 de abril de 2017

SEMBLANZA DE JOSÉ RAFAEL VISO RODRÍGUEZ (03-07-1885 / 31-01-1968) PRIMER CRONISTA DE CALABOZO Por Luis Rafael Viso Corso

Tuve la suerte y el infortunio a un tiempo de ser su nieto. De haber disfrutado maravillosamente sus últimos 7 años de vida y de haber sufrido su desmedida severidad antes de eso. Mi abuelo se movía en los extremos. Era estricto, disciplinado, perseverante, de carácter recio, austero y exigente (consigo mismo y con todo el mundo) e ignorante del miedo, del odio y de la codicia. Pero era justamente ese rigor llevado a una rigidez insólita, lo que trocaba sus virtudes en problemas y hasta en calamidades para él mismo y para los demás. Fue tremendo con sus hijos, menos con la menor, a quien consintió más allá de lo imaginable. Al lado de eso había un bromista con un afilado sentido del humor. No escribiré una hagiografía de mi abuelo porque no está en mi estilo ni él mismo lo hubiera permitido. La vanidad no entraba en su espíritu porque suele estar asociada a la ignorancia. Su camino fue saber, conocer, ir a lo profundo de las cosas, y así, basado en la formación recibida en su casa y la de sus maestros, construyó una personalidad de sólidos e indiscutibles principios que aplicaba con honestidad en todas las circunstancias. El carácter recio llevado al grado máximo, acompañado de ese rigor tan suyo y de la ausencia de miedo, lo llevaron a la violencia en su juventud, cuando participó en aquellas guerrillas que asolaban Venezuela a caballo de los siglos XIX y XX. En circunstancias diferentes a lo largo de su vida también se impuso decididamente con la acción y con los argumentos sin demasiadas contemplaciones hacia los otros. No deja de ser un milagro que haya vivido casi 83 años. La palabra, por ejemplo, tenía para él más valor que cualquier documento escrito y notariado. Si una persona la comprometía, eso era y eso se esperaba de ella y no otra cosa. Faltar significaba meterse en un problema de fondo con él. En el curso de mi vida esa enseñanza ha probado ser una de sus mejores; ciertamente mejor que las matemáticas, que intentó inyectarme a mí y a otros nietos sin ningún sentido pedagógico y con alguna pésima consecuencia. En su andadura, siendo muy joven, se tropezó con la cultura. Poco antes de morir seguía recitando algunos versos de La Divina Comedia de Dante Alighieri en el italiano original, versos aprendidos en sus lecturas cuando era un púber. Frecuentemente recuerdo algunos en su boca fina, por encima de un mentón bien delineado y por debajo de su imponente nariz aguileña, de sus pómulos salientes, de sus ojos marrones oscuros, grandes y penetrantes, de sus cejas pobladísimas, ya blancas, de sus orejas importantes y de toda su llamativa cabeza igualmente nevada, dentro de la que bullía continuamente su compleja personalidad. Tenía el rostro, el cuello, los brazos y las piernas muy bronceados por el sol de la sabana, el tórax delgado y la espalda siempre recta. Según la ocasión, usaba uno de dos bastones: el de palo de guayabo, con sus nudos o el de madera lisa y pulida, coronado por una empuñadura de plata con las iniciales RV, regalo de su primo Roberto Vargas. Sus manos y sus pies eran finos y pequeños, más si se comparaban con su buena estatura. En conjunto lucía un aspecto apostólico. Se sentía que de ese hombre manaba autoridad, temple y coherencia. El poeta Andrés Eloy Blanco lo describió así en su soneto “Llano Alto”, cerca de 1930**: “Rezago audaz de moro y castellano, cenceño, retostado, alto y derecho, con el ojo retinto y africano del Caballero de la mano al Pecho. Seco ademán en la crispada mano que efunde un vago aroma de barbecho resumen vertical, palma del Llano, de florida cabeza y tronco estrecho. Tiene un abuelo que hizo leyes; tiene cierta angustia que al alma se le viene desde un hondo paisaje sin caminos y al cruzar la llanura sollozante la mano audaz refrena a Rocinante y el ojo en marcha busca los molinos”. Aprendió a leer el francés, en el colegio de los salesianos de Sarría en Caracas, y siguió leyendo en francés toda la vida. No pudo seguir sus estudios por causa de la fiebre amarilla, que en el último minuto le concedió la vida dejándolo en ruinosas condiciones que requirieron tiempo para normalizarse. Se enamoró de los libros, especialmente de los de historia, y fue un autodidacta. No dejó de leer nunca ni en las más apartadas soledades del llano, cuando comerciaba o trabajaba en la ganadería. Interrogó mucho a los testigos más cercanos que pudo encontrar sobre la guerra de independencia: algún que otro hijo muy viejo y algunos nietos de quienes la habían hecho. Así fue formándose un criterio propio y original de aquella debacle. La suya fue una versión muy diferente de la consignada en los libros de su época y aun de la mía y, ciertamente, distinta de la historia oficial. Supo distanciarse de hechos y personajes para armar su tesis personal sobre lo sucedido, por qué, cómo y quienes habían hecho las cosas. Eso sí, perdía la objetividad cuando aparecía Páez cabalgando raudo sobre la sabana. Siempre he pensado que mi abuelo creyó haberlo inventado. Su pecado imperdonable fue no haber escrito cuanto sabía y todo lo que pensaba, especialmente porque su memoria paquidérmica y su inteligencia asociativa hacían una combinación feliz que habría podido expresarse en al menos un libro, un ensayo histórico de calado, nunca redactado. Se dedicó a conversarlo todo con estupenda amenidad con amigos y familiares. Jorge Amado, el escritor brasileño, decía de sí mismo que en verdad él era un conversador más que un escritor. Posiblemente porque ambos fueron personas muy sociables, la cercanía de los afectos resultó ser el gran estímulo intelectual. Mi abuelo me llevó dos veces al Campo de Carabobo. Mientras yo iba leyendo la descripción de la batalla en la Autobiografía de Páez, él iba explicándome por dónde habían entrado o salido tales tropas, tales patriotas o tales realistas, los detalles del lugar y del tiempo. Y el automóvil, conducido por un chofer, rodaba despacito para no perder palabra de aquella reconstrucción electrizante, protagonizada y escrita por su inventado y revivida por mi abuelo minuciosamente. Ciertamente él lo habría dado todo por haber actuado allí en 1821. Por su discurso en ocasión de la inauguración del puente Pedro Aldao, fue elegido Individuo Correspondiente de la Academia Nacional de la Historia en la reunión del 6 de noviembre de 1952 Inmediatamente después de su larga familia, su gran amor fue Calabozo. Sabía qué había debajo de cada piedra. Sabía dónde vivía cada familiar y cada amigo. A varios de sus nietos nos llevó a conocer a la numerosa parentela calaboceña. Tenía especial empeño en que nos relacionáramos, como si albergara el temor del distanciamiento natural que vendría con los años. Era también la necesidad de que bebiéramos al menos un poco de la misma ambrosía que lo alimentó a él, para evitar que perdiéramos el sentido de nuestro origen familiar, de nuestras peculiaridades, gustos y tradiciones. Hoy varios de sus nietos recurrentemente hablamos de Calabozo, de nuestras raíces, de nuestros ancestros. Sintió una dicha infinita, casi infantil, cuando en 1965 conoció su designación como primer Cronista de Calabozo. No hubo nadie que se quedara sin saberlo por su propia boca. También porque a partir de ese momento dispuso de un nuevo e importante motivo para ir más a Calabozo (además de los muchos que solía inventar). Volver era encontrarse nuevamente con el gentío que amaba. Sabía la historia de su Villa como pocos. Se regodeaba en el conocimiento de lo importante así como de los pormenores. Era su universo histórico, anecdótico y afectivo y sé que habría querido morir allá. Los años lo ablandaron y algunas de las contradicciones inevitables de su carácter le ganaron terreno. Cesó casi completamente la severidad, que derivó en una inusitada tolerancia y en una gran expresión de amor hacia sus nietos. A algunos nos decía que éramos la idolatrada o el más querido. La muerte de mi abuela Blanca Pittaluga lo conmocionó. No fue nada más por los 57 años de matrimonio y la sorpresa, sino porque vio muy de cerca la suya propia, que tenía unos 15 años anunciando frecuentemente. Escribió a mano varias páginas melancólicas. Se sintió solo y hasta marginado porque no lo visitaban cuando él pensaba que debían hacerlo. Sus reclamos terminaron siendo lamentos de una gran tristeza. En varias ocasiones fui a visitarlo a la clínica durante su agonía. En una de esas llegué cuando las enfermeras habían vuelto a enchufarle todas las agujas que un rato antes él se había arrancado con rabia porque deseaba morir de una vez. Yo acerqué en silencio mi rostro al suyo creyendo que dormía. Él me sintió, abrió los ojos, me disparó una cachetada y soltó la carcajada. Fue nuestro último encuentro. Poco después dejaron de arderle las narices de tanto respirar. Mi abuelo está presente en mi mente todos los días de mi vida. Agradezco la colaboración de mi tía María Viso Pittaluga y de su hija, mi prima Ligia Benavides Viso, así como de mis primos Rolando y Javier Rodríguez Viso y de Aquiles y Ramón Viso Llamozas. Y, naturalmente, gracias a mi primo Luis Eduardo Viso González, quien me invitó a escribir esta semblanza. 
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** Ediciones Edime-Editorial Mediterráneo. Caracas-Madrid, 1977. Impreso en España.



                                    Fotos de  Don José Rafael Viso Rodríguez, en sus años mozo