Crónicas del Olvido
*“FUEGO PLURAL”, DE JOAQUÍN PÁEZ DÍAZ*
**Alberto Hernández**
1.-
Muchas veces y todas las veces fuimos amigos. Muchas veces nos tropezamos y nos vimos y después nos hermanamos. Muchas veces fue en Caracas, en Sabana Grande o en Calabozo, y mucho antes fuera de alguna película donde Joaquín Páez Díaz, quien se hacía llamar en la radio Alberto Galíndez, se despojaba de sus personajes y caminaba, sí, caminaba desde su altura y lo miraba a uno con aquellos grandes ojos que el misterio y su semblanza interior nos regalaban.
Era Joaquín o mi tocayo interpuesto una de las voces más hermosas de la locución venezolana. Una inflexión honda, ronca, grave, de personaje shakesperiano. Era Joaquín actor, periodista y, como dejó dicho Elena Vera, poeta de quien se sabía guardaba un libro que, algunos años antes de morir, nos entregó en la cercanía de su hermano, el también hombre de la radio y la cultura, Rubén Páez, habitante de los llanos de Calabozo, plenos de su fuerza por la vida y la amistad.
“Fuego plural” (Editorial Dialit, C.A, Caracas 1995) fue el primer y único libro de poesía de nuestro autor. Y fue el primero y el último porque fue toda su vida, la impregnada del arte de la creación, del arte de la invención, del arte de vivir bastante próximo a Césare Pavese.
2.-
“POÉTICA
Escribiré el poema en la montaña
Junto al mar
O de pie frente al llano con tormenta o sin ella
Escandiré a mi antojo
Y sólo dejaré que fluya al ritmo
Que hilvana
Que entreteje
Los campos me hablarán sin metagoge
Y sin metáforas bautizaré las cosas
No me preocuparé por acordarme
De nombres como endíadis
Cleuasmo
O entimema
Polípote
O la fea palabra epanortosis
Escribiré el poema de tal modo
Que al leerlo
Se sepa del asombro”
Este fue su comienzo. Con este poema Joaquín Páez se confesó como autor. Y lo dijo con los huesos, con el juicio más claro: el poema desnudo, sin ningún traje que lo deforme.
Y después vinieron otros en los que el lector pudo reconocer al poeta, a ese hombre que guardaba silencio mientras las palabras ajenas, las que ambulaban en alguna reunión eran acogidas por una opinión en la que la realidad o la filosofía cabalgaban el momento. Joaquín leía las miradas. Se retiraba un rato del recinto y regresaba con alguna alusión que cabe perfectamente en este texto:
“VIGILIA
En este lado de la cama/ recibo los recuerdos/ Afuera la radio vocifera/ prodigios comerciales// A mi costado un soplo/ un peso imaginado// Todo en levedad// Aquí se me revela/ el gran misterio/ lo inconcluso// Este lado de la cama/ es lo único tibio”.
Y entonces miraba hacia el patio de la casa de Marcola Hernández y se ajustaba el cuello mientras José Antonio Silva lo contrariaba o le ofrecía apoyo con una carcajada. O una sonrisa. O un sonar de manos para celebrar la ocurrencia, el poema no dicho, el guardado en el futuro libro.
Uno de los textos más solitarios que me ha tocado leer lo escribió Joaquín. Y digo solitario porque siento que quien lo escribió lo hizo con la intención de hacernos sentir su soledad, su alejamiento. Un poema redondo, de tiempo ligado con la sombra, con una despedida. Un poema vigoroso. Un poema bellamente sufrido:
“EN MI JARDÍN
Sobre la grava
mis pasos dibujan la vereda
Los aromas se fueron con la brisa
Un pequeño cadáver emplumado
tropieza con mi mano en su caída
El oído revienta en bulla de silencio
Miro hacia allá
estatuas de reptación
patas levantadas
pasos en eterno impulso
vuelos renunciados
cópulas fallidas
La luz se duerme
en el follaje quieto
Y en medio de la piedra
sólo mis pasos
Sólo mis pasos”
3.-
Plural es el acento de estos poemas. Plural el fuego con que Joaquín los escribió. Desde su yo más íntimo, ese que el poeta español Ángel González definió como “un personaje de ficción (…) un personaje ficticio (…) un personaje creado”, el poeta de este libro estuvo al lado de Rimbaud: se creaba en el otro, como agazapado. Así lo escribió:
“YO EL OTRO
Yo el otro
El que no tiene rostro
El que espera en la sombra
El amado
El que estrena el perfume
el poblador de sueños
el necesario el anónimo
Yo el otro
Príncipe de palacios a la renta
anudo la corbata
y salgo de soslayo”.
Desde ese yo que se trasmuta, que se esconde y se asoma, que es uno y también muchos, que no tiene nombre, que se desnuda frente a quien lo nombra, quien traza estos versos, afirma:
“Me despojo// Alcanzo el peso justo/ Lo perenne// Descompongo el fonema que me nombra/ y permito que el tiempo lo traslade// Me hago permeable a la otredad// Me multiplico”.
Se trata de una poética de la intimidad, de compartir la respiración, de estar con quien no está, con quien podría leerlo y permanecerlo vivo. Se hace muchos. El poema habla, no calla. Permite ser quien viva.
4.-
El tiempo. Las horas. El ahora, el instante. El texto amplía sus pulmones con sustento público. En los pasos que sigue dando el hombre, el que se agarra de las paredes y habla. El que se asume soledad en algún callejón. El que siente el calor de quien lo mira. De quien no lo mira. De quien no lo pronuncia.
El tiempo cotidiano. El de todos los días, el que se cuelga de la piel y allí renace y fenece. El de la hora en un texto. El tiempo doméstico que permite pensar, recordar o leer el pequeño universo.
“EN CASA
Hoy es domingo a secas// El día seis del mes nueve/ de este noventa y dos// El Papel se hace voz con mi lectura/ Amado cumplió noventa/ Serían los cien de Graciliano Ramos// En orden será almuerzo/ luego siesta/ seguida de un paseo/ con la hermenéutica/ que seguirá en merienda/ y más lectura// Una cena frugal// Comenzará a anunciarse el lunes siete/ con el primer bostezo”.
Y pasado el día de sol, el de la rutina, el del verso en la punta de la lengua, el de andar por las calles de Caracas, sentado en el Gran Café o atajando fantasmas en Sabana Grande mientras el Ávila se hace invisible. Entonces el poema en la penumbra de cualquier hora, aparece:
“SOMBRA
La sombra/ en tanto que paréntesis de luz/ incuba la palabra/ concebida en fervores de sol// Sombra diurna/ de calle/ de sabana o camino// Incitas con tibia caricia/ y esperas/ con tu pobre nombre a cuestas”.
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