La niña le daba la vuelta completa a la
manzana porque eran otros tiempos y no había peligro. Salía a la puerta de la
casa y sin bajarse de la acera caminaba hacia la esquina, doblaba a la derecha,
recorría toda la cuadra hasta el final; volvía a cruzar, otra vez toda la
cuadra, después la otra y por último, derechito sin bajarse de la acera, hasta
llegar a la puerta de su casa. Por el camino iba viendo todo, los portones, los
zaguanes, los retratos de los santos patronos, las ventanas y las gentes que
entraban y salían. Tenía apenas seis años pero grababa todo, como si lo fuera a
necesitar más adelante. Un día se fijó en que un anteportón estaba abierto y al
fondo se veía, no un jardín sino un bosque con árboles enormes de mangos,
mamones, granadas, guayabitas, helechos, cayenas y todo tipo de flores de aire
y de tierra. Metió la cabeza y vio jaulas de pájaros, porrones, una fuente
cantarina, un corredor larguísimo de ladrillos con pilares blancos, muebles,
retratos y al fondo, en un ambiente perfumado con olor a azahares, jazmines y
alelíes, sentada en un mecedor de mimbre, una viejecita de cabellos blancos, le
hacía señas para que pasara. <Yo me llamo Ana Teresa; y tú cómo te
llamas> Yo me llamo Blanquita, pero como estoy vieja me dicen Mamá Blanca.
Puedes entrar sin miedo cada vez que tú quieras, siempre tengo dulcitos y estoy
sola. Comenzó una amistad que se manifestaba diariamente con visitas,
golosinas, finezas, caratos y largas conversaciones. Mucho tiempo después,
cuando ya eran amigas, la anciana le hizo un regalo maravilloso. Un rollo de
papeles de estraza, cuyas páginas amarillentas, escritas en tinta, con letra
pequeña de caligrafía inglesa, estaban atadas con una cinta amarilla desvaída,
y le dijo la frase que he copiado para ponerle nombre a esta cónica. <Estos
son mis recuerdos. Te los regalo porque cuando me muera los van a botar
diciendo: Estas son chochera de Mama Blanca. Pero no los leas hora porque estás
muy pequeña. Léelo cuando estés grande y al terminar los quemas. Son solamente
para ti.> Y pronunció entonces la frase que más ha inspirado a quienes sin
ser historiadores, hemos sentido la necesidad de perpetuar en blanco y negro,
la vida de seres que se fueron pero que aún viven en nuestros pensamientos: <Me dolía tanto que mis muertos se
volvieran a morir conmigo, que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí, este
es el retrato de mi memoria, lo dejo entre tus manos>. Pasado el tiempo
llegó la despedida; Blanquita se fue al cielo, Teresa creció, se hizo mujer y
un día, reinició el diálogo con su amiga que aunque lejana, estaba entre sus
manos, en el legajo. Pudo haber ocurrido entre nosotros, porque venía a
Sabaneta en Aragua Arriba, a visitar a su padrino don Fernando Sosa, dueño de
la hacienda y padre de Isabelita quién sería Primera Dama de la República por
estar casada con el general Ignacio Andrade. Pero Teresa no cumplió la promesa
de quemar las memorias sino que las publicó y nos regaló las páginas más
hermosas que ha conocido la literatura venezolana. El apellido de Teresa era
Parra Sanojo, de ascendientes calaboceños, bisnieta del general Carlos
Soublette, segundo presidente de la Venezuela Paecista y héroe de las dos
primeras batallas de La Victoria. Fue la
tercera de nuestras grandes Teresas; las dos primeras fueron Teresa Toro y
Teresita Carreño García de Sena. Murió en 1936 a sus 46 años, que le fueron
suficientes para dejar una obra sólida y alcanzar la gloria de haber sido nuestra
más grande escritora, de la misma talla de Rómulo Gallegos.
Pero lo que deseamos destacar ahora, no es la obra clásica ni la novelesca vida de
Teresa, sino la frase de Mamá Blanca que nos invita a inmortalizar a quienes ya
se fueron pero sobreviven transitoriamente en ese refugio temporal que es la
memoria. Cuantos seres queridos pueblan nuestros recuerdos, se irán
definitivamente y para siempre con nosotros. Esos que afloran de repente en las
conversaciones, cuando pensamos en ellos o cuando abrimos un álbum de retratos.
Familiares o conocidos, o desconocidos, o simplemente imaginados, pero que
están allí esperando el adiós definitivo. Ahora nosotros somos los dueños de
sus vidas y decidimos si continúan viviendo o si los aventamos al olvido
eterno.
Nuestros mayores nos hablaban de los
suyos, lo poco que sabían, porque antes no se hablaba de eso, a veces por
ignorancia y a veces por vergüenza. Pero todos atesoramos personajes, hechos o
lugares que merecen seguir viviendo. Todos recordamos que en las animadas
tertulias de nuestros viejos siempre salían a relucir otros viejos que eran los
suyos, a quienes no llegamos a conocer pero ellos sí. Si ellos hubieron decidido retratar sus
memorias, sus muertos hubieran llegado hasta nosotros. Pasa igual con las fotos:
en La Victoria he visto muchas fotografías cuyos dueños no conocen la identidad
de los retratados, porque quienes los conocían ya se murieron y nadie tuvo el
cuidado de anotar por detrás, sus nombres.
Llegados a este punto del camino, son de
rigor dos invitaciones. A quienes tengan fotos viejas, que las identifiquen
escribiendo los nombres de los personajes o lugares y que instruyan a sus
descendientes para que los puedan identificar. En caso de querer desprenderse
de ellas, donarlas al Municipio o a personas interesadas en el rescate y
conservación de nuestra memoria histórica. Y a quienes tengan recuerdos, que
los escriban o como decía Mamá Blanca: que los encierren en los retratos de sus
memorias.
La historia necesaria no es solamente la
de las naciones ni la de los grandes personajes, ni la de las hazañas. También
lo es la llamada pequeña historia -nombre que rechazamos porque no hay historia
pequeña- la que nos descubre personajes, sitios, costumbres, hechos,
acontecimientos insignificantes. Los guestaltistas dicen que en cada una de las
partes del todo, está el todo. Que así
como en la gota de sangre que el doctor coloca en el microscopio, está
reflejada la totalidad del torrente sanguíneo, en la historia de un
acontecimiento local o regional, puede estar reflejada la totalidad de un
acontecimiento nacional o universal. Los teóricos de la historia oral dicen que
tan importante como el testimonio del ministro, es el del portero del ministro
o el del chofer del ministro. En cualquiera de ellos puede estar la clave que
nos diga con certeza, lo que ocurrió.
En la microbiografía del abuelo, de la
maestra, del familiar modesto y discreto; en la microhistoria de la casa de la
esquina, del festejo del vecindario, del torneo deportivo; en la autobiografía
o en la conversación de la plaza, está escondida la verdadera historia del
pueblo, mejor que en la reseña de una batalla o de una gesta heroica. Todos
tenemos algo que contar, de alguien, de algo, de alguna parte o de nosotros
mismos. Y tenemos que hacerlo, porque de lo contrario estaremos condenando al
olvido a parte de la historia que es como decir, a parte de la vida.
Nos diría Mamá Blanca: <Si no lo
hacemos, estaremos condenando a nuestros muertos a volverse a morir con
nosotros>.
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