miércoles, 26 de julio de 2017
jueves, 6 de julio de 2017
DISCURSO DE ORDEN NATALICIO DE JOSÉ ANTONIO PÁEZ. EL RASTRO, 13/06/17, pronunciado por El Prof. Ubaldo Ruiz
Saludos…
Si se aborda la tarea con suficiente
sentido crítico, repasar la vida de José Antonio Páez podría resultar una
experiencia no exenta de episodios aleccionadores para quien se proponga asumir
la historia de Venezuela como un conjunto coherente de acontecimientos cuyo
conocimiento contribuiría a la comprensión de lo que algunos han denominado “el
alma venezolana”, es decir, de nuestro comportamiento como pueblo. Pero para
ello es imprescindible trascender la imagen –en cierto tiempo muy en boga- que
ha pretendido retratar al personaje en cuestión solo como un rústico
afortunado, siempre deslucido ante un Bolívar culto, educado, refinado.
A fin de establecer lazos de
identidad entre José Antonio Páez y la nación venezolana es necesario ir más
allá de su consideración como el mítico héroe cantado por Eduardo Blanco. Sin
dejar de reconocer su condición de guerrero valeroso, de “llanero increíble”,
como lo adjetivó Vinicio Romero Martínez en su libro Las Aventuras de José Antonio Páez, en donde este historiador pone
al centauro de Curpa a vencer él solito un ejército de realistas en una de las
gargantas de la sierra de Mérida; sin obviar su liderazgo en las acciones gloriosas
de las Queseras del Medio, de Mucuritas, de El Yagual, de Guasdualito y de
Carabobo, entre otras; y sin desconocer su valentía a toda prueba, como lo
ejemplifica el tratamiento que le dio, estando ya investido con la máxima
magistratura nacional, al bandido Dionisio Cisneros, hecho que mereció del escritor
Francisco Herrera Luque su referencia a él como “General, macho y presidente”.
Aun teniendo muy en cuenta todos esos conocidos, y justicieramente celebrados,
aspectos de la vida de José Antonio Páez, ello no pasaría de ser una simplista
y parcial visión acerca de un personaje, que considerado desde una perspectiva menos
estrecha podría permitir una reflexión mucho más profunda y completa acerca de
lo que hemos sido los venezolanos como nación durante todo el accidentado
trayecto nuestra vida republicana.
Como buenos científicos podríamos intentar
una aproximación al Páez estadista a partir de la formulación de preguntas. A
raíz de la consolidación de la independencia, Bolívar, al partir para Bogotá a asumir
las riendas de la República de Colombia dejó investido a nuestro personaje con
el cargo de Comandante Militar de Venezuela. ¿Fueron solo sus “hazañas”
militares lo que obró para que Bolívar hiciera este reconocimiento a Páez, aun
por encima de otros jefes como Mariño y Urdaneta?, ¿O influyeron otros factores
para ello, y para su posterior nombramiento en el cargo de Jefe y Comandante
Superior de los Departamentos de Venezuela, Maturín y Orinoco? Habría que
considerar que este cargo implicaba la autoridad militar y civil de Venezuela,
por encima del general Soublette, inicialmente investido con dicha autoridad en
el ámbito civil. También sería útil tener presente que para la segunda
investidura ya habían ocurrido los acontecimientos conocidos como la cosiata,
en los cuales el general Páez tuvo destacada actuación en contra de la política
de unidad colombiana impulsada por Bolívar.
Francisco Herrera Luque en su
celebrado ensayo Bolívar de Carne y Hueso
asegura que nuestro Libertador fue “suicidamente clemente con José Antonio
Páez” ¿Las comentadas acciones de Bolívar hacia Páez solo respondían a una
“clemencia suicida”?, ¿O al reconocimiento bolivariano del liderazgo de Páez
sobre el grueso de las tropas con que contaba la República entonces? ¿O acaso
percibió Bolívar un ascendiente paecista sobre un ámbito social más amplio que
el meramente militar? En 1830, con motivo del establecimiento definitivo de la
República de Venezuela José Antonio Páez demostró ejercer un liderazgo efectivo
en la sociedad de su época, pero ese liderazgo trascendió al elemento militar.
Unos meses antes, en aquella hora decisiva para la suerte republicana del país
el jefe de las gloriosas tropas llaneras realizó una significativa convocatoria
a los venezolanos, pero no precisamente a los soldados que había acaudillado
exitosamente hasta ese momento.
El historiador Elías Pino Iturrieta
afirma que “En su carácter de Jefe Superior, Civil y Militar de Venezuela, el
26 de octubre de 1829 José Antonio Páez llama a cuarenta y cuatro personas.”
Algunos de esos personajes los conoce ampliamente la historia nacional, allí
estaban, Miguel Peña, Ángel Quintero, Santos Michelena, Fermín Toro, Tomás
Lander, Antonio Leocadio Guzmán, Domingo Briceño, Valentín Espinal, entre otros.
Ellos iban a constituir poco tiempo después la Sociedad de Amigos del País,
institución de carácter privado que tenía entre sus fines el impulso “de la
agricultura, del comercio, de las artes, oficios, población e instrucción”. A
los integrantes de este conjunto de venezolanos los llama Pino Iturrieta “los
notables”. Agrega el nombrado historiador que la convocatoria hecha por Páez
constituyó “una solicitud a los talentos de la capital para que estudien los
problemas materiales y sugieran las soluciones del caso”.
El momento histórico ciertamente
reclamaba de sus dirigentes ingentes y efectivas soluciones a los graves
problemas ocasionados por la recién culminada contienda. El panorama de la
economía era desolador, con un aparato productivo seriamente lesionado y
necesitado de estímulos para su reactivación. Se requerían recursos financieros
que el país, arruinado por la voracidad de las tropas en conflicto, no
disponía. Los hombres “notables” convocados por el caudillo que entonces
pretendía convertirse en estadista, eran los elementos mejor preparados con que
contaba la flamante República. Habían abrevado en la teoría económica que
varios de los autores más destacados de la Europa finisecular venían desarrollando.
Esos destacados personajes de la intelectualidad
criolla pudieron manifestar sus ideas en materia de economía política gracias a
la libertad de expresión característica del período de deliberación iniciado en
1830, y en ese marco de respeto a la opinión dieron muestras de conocer a los
más connotados representantes del pensamiento económico de entonces. El
historiador Eduardo Arcila Farías llega a afirmar que “Muchos nombres de
pensadores extranjeros, jerarcas de las principales doctrinas, salieron al
vasto escenario ideológico para avalar a los contendores, por entonces sólo
armados con la pluma o el lápiz del periodismo.” Arcila Farías, historiador
especializado en el tema económico, haciendo uso de la autoridad que ello le
otorga, asegura que “Tanto los liberales como los conservadores, citan a menudo
los autores españoles de la segunda mitad del XVIII, tales como Campillo o
Ward, Jovellanos y Campomanes.”
La España de aquel momento, quizá a
despecho de su régimen absolutista, o precisamente por iniciativa de monarcas
ilustrados como Carlos III, no se había quedado tan a la zaga de otras naciones
del viejo continente en cuanto al desarrollo del pensamiento económico liberal.
Aquella fue la época en que se fundó la Cátedra de Economía Política en la
Universidad de Madrid, y en la que los citados personajes tuvieron destacada
actuación, tanto en el mundo político como en el ámbito académico.
Especialmente Gaspar de Jovellanos y el Conde de Campomanes, fueron impulsores
de las Sociedades de Amigos del País en la península, además de ocupar altos
cargos en el gobierno, y ser autores de obras dedicadas al impulso de la
agricultura y la industria, y al el fomento de la instrucción pública.
En 1830 los venezolanos que
decidieron constituir una República separada de la Colombia bolivariana, encabezados
por José Antonio Páez, se unieron en torno a un mismo proyecto de país. Pino
Iturrieta asegura que “Todos en común con los mandamientos del evangelio
liberal, anhelan un gobierno respetuoso de los derechos individuales y del
carácter primordial de las propiedades particulares”. Sin embargo, pronto la
opinión pública iba a advertir un resquebrajamiento de esa unidad. Cuando se
comienza a escindir el grupo primigenio en “liberales” y “conservadores”, se
empieza a notar “un contraste muy curioso”, según el decir de Arcila Farías,
para quien “contradictoriamente, los liberales son conservadores que a menudo
acuden a las anticuadas fórmulas mercantilistas, y cuando dan un paso hacia
adelante, se quedan a medio camino de la Fisiocracia.” Opina también este autor
que el grupo de intelectuales liderado por Páez era portador de un pensamiento
económico más moderno que defendía por ejemplo, “el establecimiento de Bancos
que al otorgar préstamos a los agricultores, darían aliento a la producción de
nuestros campos, sumidos por entonces en la inactividad y sus pobladores en la
mayor pobreza”.
El balance de la aplicación de esas
ideas en la realidad venezolana lo expresa el historiador Tomás Straka cuando
afirma que “con esto, hay que ser sinceros, el país echó a andar poco a poco”.
Sin embargo, ciertos sectores no estaban conformes con los resultados de esa
política económica liberal, y se suscitaron agrias polémicas en torno al tema,
principalmente con motivo de la promulgación de la Ley de Libertad de
Contratos, mejor conocida como la Ley del 10 de abril de 1834, y de la
consecuente Ley de Espera y Quita, enunciada unos años después. Pero en donde
el debate adquirió mayor trascendencia en aquellos tiempos fundacionales fue en
el ámbito político. A partir de 1840 se funda un sedicente “partido liberal”,
que acusaba “contradictoriamente” de conservador al gobierno que Augusto
Mijares llamó “el gobierno deliberativo”, pues de acuerdo con este historiador
el período inaugurado en 1830 constituyó una “esperanzada deliberación sobre
los intereses del país, diariamente expuesta en Congresos y en la prensa”. Este
partido “liberal” comienza a abogar por medidas más conservadoras, y lo hace
mediante el uso de un estilo demagógico, que a partir de allí se iría
imponiendo como sello distintivo del discurso político en Venezuela, con toda
su secuela de cinismo utópico, exaltación populista de las clases menos
afortunadas de la sociedad, y trágico desengaño ante los reiterados fracasos de
la mayoría de los proyectos políticos anunciados y ejecutados dentro de la
óptica que tal orientación ha promulgado.
Considera Tomás Straka que la
Constitución de 1830 es una de las pruebas “más contundentes de aquel espíritu
liberal”. Allí se estableció, entre otros principios, la división de los
Poderes Públicos y el régimen electoral, que negaba la posibilidad de
reelección inmediata para el cargo de presidente, y según el cual el voto era
de segundo grado y con carácter censitario, recalcando Straka que “Este
sistema, si bien el día de hoy se ve como imperfecto, estaba entonces entre los
más avanzados del mundo”. En cuanto al funcionamiento de los Poderes Públicos
es casi unánime el parecer de los historiadores en considerar su plena autonomía
y respeto entre ellos, incluso en el contexto de intensos debates políticos.
Pero este sistema de libertades no solo debió enfrentarse al pretendido,
paradójico y populista partido “liberal”. Aun antes de constituirse aquella
fábrica de hacer demagogia muchos de los héroes de la independencia intentaron
dar el primer golpe de estado en el país.
El historiador Tomás
Straka afirma que “Según los principios del liberalismo, el presidente debe ser
elegido a través de votaciones limpias, y si no es un civil, por lo menos debe
ser un militar subordinado a los civiles” y eso porque “la República la
constituyen los civiles, y los militares son tan solo una parte de la misma a
la que se le dejan las armas de toda la República para su defensa, no para que
la usen para inclinar la balanza del poder a su favor y así gobernar a los
demás”. En 1835, cuando culmina la primera presidencia de Páez, éste considera
que el mejor candidato para sucederlo es el general Carlos Soublette, quien de
acuerdo al parecer de Straka era “acaso el más civilista para aminorar los
males”, pues cree difícil que los oficiales del ejército libertador, con sus
grandes prestigios y fortunas, “renunciaran a dirigir el país”. Estos soldados
lanzan como candidato a la presidencia al General Santiago Mariño, mientras que
la Sociedad de Amigos del País y la Universidad Central de Venezuela proponen
para el mismo fin al doctor José María Vargas.
Aunque Páez era para entonces la persona con el mayor
prestigio militar y político, llegó a expresar que su voto era para el General
Soublette, “candidato de quien no tenían derecho a desconfiar los defensores
del Poder Civil, y ante quien no podían menos que inclinarse los más
renombrados héroes de la independencia”, y aunque en este tema coincidía con el
propio Vargas, quien llegó a declarar que carecía de la capacidad para ser
presidente, y del “poder moral que dan el prestigio de las grandes acciones y
las relaciones adquiridas en la guerra de independencia, poder que en mi
opinión, es un resorte poderoso en las actuales circunstancias de Venezuela”,
aun así el sistema de instituciones liberales funcionaron, y resultó vencedor,
como es sabido, el doctor José María Vargas.
La Historia de Venezuela nos dice que a escasos siete meses
de haber sido investido el doctor Vargas con el cargo de Presidente de la
República, fue víctima de un golpe de estado perpetrado por los militares de la
independencia, por los militares militaristas, en la denominada “revolución de
las reformas”, pues proponían reformar algunas cuestiones de la vida nacional,
entre ellas, el establecimiento del fuero militar, es decir, del goce de
privilegios especiales para los hombres de armas. Al frente de este movimiento
estaban entre otros, los generales Mariño, Monagas y Carujo. Ante este atentado
el general Páez actúa para que el presidente Vargas se reincorpore a su cargo,
aun cuando este, como se anotó antes, no había sido “su” candidato a la
presidencia.
Las actuaciones de José Antonio Páez para contribuir al
establecimiento de una República moderna y liberal se van a repetir en más de
una oportunidad, y aunque al final ese intento fracasará ante la arremetida del
militarismo y la demagogia, siempre quedará el ejemplo de un personaje que a
pesar de su origen humilde y su formación como jefe de montoneras, no solo
interpretó el momento histórico en el que le correspondió actuar, sino que se
destacó en la conducta civilista en un país signado por el caudillismo y los
regímenes militares. Ante la atrocidad que significó el asalto al Congreso Nacional,
ejecutado por turbas estimuladas y controladas por el gobierno de José Tadeo
Monagas el 24 de enero de 1848, que Páez calificó como de “horroroso crimen”,
el antiguo héroe de “las queseras” se alzará en armas en contra del régimen
despótico y nepótico que se cernía sobre Venezuela.
El historiador Manuel Pérez Vila declara que “Al enterarse en
su hacienda El Rastro, cerca de Calabozo, de lo ocurrido el 24 de enero, el
general Páez lanza una proclama… y se alza en armas contra José Tadeo Monagas”.
En Calabozo, el Concejo Municipal, presidido por Pedro Juan Mujica desconoce a
Monagas y se une en armas a Páez, lo secundan Hermenegildo Mujica, Luis Viso,
Ramón Palacio, Fernando Domínguez, Domingo Polanco, Miguel Cousin, Domingo
Hernández, Paulo Camacho y Luciano Hurtado, entre otros; sin embargo fueron
derrotados en marzo en el banco de los Araguatos. Es decir, que aquí, entre El
Rastro y Calabozo se alzaron las últimas voces para defender el primer ensayo
de República civilista y liberal de la Venezuela separada de Colombia.
En palabras de Augusto Mijares, la “esperanzada deliberación”
“no volverá a aparecer sino casi un siglo después, en 1936, que es cuando
comienzan a estructurarse verdaderos partidos políticos”. En el ínterin el
mundo logró otra de las grandes conquistas de la democracia, el voto universal,
directo y secreto, establecido en Venezuela desde la constitución de 1947.
Visto en perspectiva, el ejemplo civilista de José Antonio Páez adquiere una
especial vigencia en estos momentos cuando todos estos temas están en el centro
del debate político de Venezuela una vez más.
NO DEJES QUE TUS MUERTOS SE VUELVAN A MORIR CONTIGO, Germán Fleitas Núñez
La niña le daba la vuelta completa a la
manzana porque eran otros tiempos y no había peligro. Salía a la puerta de la
casa y sin bajarse de la acera caminaba hacia la esquina, doblaba a la derecha,
recorría toda la cuadra hasta el final; volvía a cruzar, otra vez toda la
cuadra, después la otra y por último, derechito sin bajarse de la acera, hasta
llegar a la puerta de su casa. Por el camino iba viendo todo, los portones, los
zaguanes, los retratos de los santos patronos, las ventanas y las gentes que
entraban y salían. Tenía apenas seis años pero grababa todo, como si lo fuera a
necesitar más adelante. Un día se fijó en que un anteportón estaba abierto y al
fondo se veía, no un jardín sino un bosque con árboles enormes de mangos,
mamones, granadas, guayabitas, helechos, cayenas y todo tipo de flores de aire
y de tierra. Metió la cabeza y vio jaulas de pájaros, porrones, una fuente
cantarina, un corredor larguísimo de ladrillos con pilares blancos, muebles,
retratos y al fondo, en un ambiente perfumado con olor a azahares, jazmines y
alelíes, sentada en un mecedor de mimbre, una viejecita de cabellos blancos, le
hacía señas para que pasara. <Yo me llamo Ana Teresa; y tú cómo te
llamas> Yo me llamo Blanquita, pero como estoy vieja me dicen Mamá Blanca.
Puedes entrar sin miedo cada vez que tú quieras, siempre tengo dulcitos y estoy
sola. Comenzó una amistad que se manifestaba diariamente con visitas,
golosinas, finezas, caratos y largas conversaciones. Mucho tiempo después,
cuando ya eran amigas, la anciana le hizo un regalo maravilloso. Un rollo de
papeles de estraza, cuyas páginas amarillentas, escritas en tinta, con letra
pequeña de caligrafía inglesa, estaban atadas con una cinta amarilla desvaída,
y le dijo la frase que he copiado para ponerle nombre a esta cónica. <Estos
son mis recuerdos. Te los regalo porque cuando me muera los van a botar
diciendo: Estas son chochera de Mama Blanca. Pero no los leas hora porque estás
muy pequeña. Léelo cuando estés grande y al terminar los quemas. Son solamente
para ti.> Y pronunció entonces la frase que más ha inspirado a quienes sin
ser historiadores, hemos sentido la necesidad de perpetuar en blanco y negro,
la vida de seres que se fueron pero que aún viven en nuestros pensamientos: <Me dolía tanto que mis muertos se
volvieran a morir conmigo, que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí, este
es el retrato de mi memoria, lo dejo entre tus manos>. Pasado el tiempo
llegó la despedida; Blanquita se fue al cielo, Teresa creció, se hizo mujer y
un día, reinició el diálogo con su amiga que aunque lejana, estaba entre sus
manos, en el legajo. Pudo haber ocurrido entre nosotros, porque venía a
Sabaneta en Aragua Arriba, a visitar a su padrino don Fernando Sosa, dueño de
la hacienda y padre de Isabelita quién sería Primera Dama de la República por
estar casada con el general Ignacio Andrade. Pero Teresa no cumplió la promesa
de quemar las memorias sino que las publicó y nos regaló las páginas más
hermosas que ha conocido la literatura venezolana. El apellido de Teresa era
Parra Sanojo, de ascendientes calaboceños, bisnieta del general Carlos
Soublette, segundo presidente de la Venezuela Paecista y héroe de las dos
primeras batallas de La Victoria. Fue la
tercera de nuestras grandes Teresas; las dos primeras fueron Teresa Toro y
Teresita Carreño García de Sena. Murió en 1936 a sus 46 años, que le fueron
suficientes para dejar una obra sólida y alcanzar la gloria de haber sido nuestra
más grande escritora, de la misma talla de Rómulo Gallegos.
Pero lo que deseamos destacar ahora, no es la obra clásica ni la novelesca vida de
Teresa, sino la frase de Mamá Blanca que nos invita a inmortalizar a quienes ya
se fueron pero sobreviven transitoriamente en ese refugio temporal que es la
memoria. Cuantos seres queridos pueblan nuestros recuerdos, se irán
definitivamente y para siempre con nosotros. Esos que afloran de repente en las
conversaciones, cuando pensamos en ellos o cuando abrimos un álbum de retratos.
Familiares o conocidos, o desconocidos, o simplemente imaginados, pero que
están allí esperando el adiós definitivo. Ahora nosotros somos los dueños de
sus vidas y decidimos si continúan viviendo o si los aventamos al olvido
eterno.
Nuestros mayores nos hablaban de los
suyos, lo poco que sabían, porque antes no se hablaba de eso, a veces por
ignorancia y a veces por vergüenza. Pero todos atesoramos personajes, hechos o
lugares que merecen seguir viviendo. Todos recordamos que en las animadas
tertulias de nuestros viejos siempre salían a relucir otros viejos que eran los
suyos, a quienes no llegamos a conocer pero ellos sí. Si ellos hubieron decidido retratar sus
memorias, sus muertos hubieran llegado hasta nosotros. Pasa igual con las fotos:
en La Victoria he visto muchas fotografías cuyos dueños no conocen la identidad
de los retratados, porque quienes los conocían ya se murieron y nadie tuvo el
cuidado de anotar por detrás, sus nombres.
Llegados a este punto del camino, son de
rigor dos invitaciones. A quienes tengan fotos viejas, que las identifiquen
escribiendo los nombres de los personajes o lugares y que instruyan a sus
descendientes para que los puedan identificar. En caso de querer desprenderse
de ellas, donarlas al Municipio o a personas interesadas en el rescate y
conservación de nuestra memoria histórica. Y a quienes tengan recuerdos, que
los escriban o como decía Mamá Blanca: que los encierren en los retratos de sus
memorias.
La historia necesaria no es solamente la
de las naciones ni la de los grandes personajes, ni la de las hazañas. También
lo es la llamada pequeña historia -nombre que rechazamos porque no hay historia
pequeña- la que nos descubre personajes, sitios, costumbres, hechos,
acontecimientos insignificantes. Los guestaltistas dicen que en cada una de las
partes del todo, está el todo. Que así
como en la gota de sangre que el doctor coloca en el microscopio, está
reflejada la totalidad del torrente sanguíneo, en la historia de un
acontecimiento local o regional, puede estar reflejada la totalidad de un
acontecimiento nacional o universal. Los teóricos de la historia oral dicen que
tan importante como el testimonio del ministro, es el del portero del ministro
o el del chofer del ministro. En cualquiera de ellos puede estar la clave que
nos diga con certeza, lo que ocurrió.
En la microbiografía del abuelo, de la
maestra, del familiar modesto y discreto; en la microhistoria de la casa de la
esquina, del festejo del vecindario, del torneo deportivo; en la autobiografía
o en la conversación de la plaza, está escondida la verdadera historia del
pueblo, mejor que en la reseña de una batalla o de una gesta heroica. Todos
tenemos algo que contar, de alguien, de algo, de alguna parte o de nosotros
mismos. Y tenemos que hacerlo, porque de lo contrario estaremos condenando al
olvido a parte de la historia que es como decir, a parte de la vida.
Nos diría Mamá Blanca: <Si no lo
hacemos, estaremos condenando a nuestros muertos a volverse a morir con
nosotros>.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)